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El Guión de la Violencia: Cómo Bocas del Toro Expone las Heridas Coloniales de Panamá. Parte 1

El internet se apagó en Bocas del Toro el sábado por la mañana. Mientras el amanecer se alzaba sobre la provincia caribeña de Panamá, los residentes se encuentran desconectados del mundo—sin redes sociales, sin comunicación con la familia, sin manera de documentar lo que les estaba sucediendo. El gobierno lo llamó restaurar el orden. Para las comunidades predominantemente negras e indígenas de esta región rica en banano, se sintió como algo mucho más familiar: el silenciamiento que siempre llega cuando se atreven a resistir.



La declaración del presidente José Raúl Mulino de un "estado de emergencia", suspendiendo las garantías constitucionales, la libertad de movimiento, reunión y expresión—marca el último capítulo de una historia que comenzó hace más de un siglo cuando la United Fruit Company primero talló su imperio de las tierras de Chanquinola. Hoy, esa misma empresa opera bajo el nombre de Chiquita, y el guión permanece sin cambios: extraer riqueza, explotar trabajadores, y cuando se organizan, desatar violencia estatal para proteger intereses corporativos.


Bocas del Toro se asienta como una joya en la costa caribeña de Panamá, una provincia archipelágica donde las aguas turquesas se encuentran con la selva tropical densa. Su belleza enmascara una realidad económica brutal: este es país bananero, donde el 90% de la producción bananera de Panamá fluye a través de las manos de una sola multinacional estadounidense. La economía de la provincia depende completamente de dos industrias—el cultivo de banano y el turismo—ambas han dependido históricamente del trabajo de comunidades negras e indígenas mientras canalizan las ganancias hacia otros lugares.



Las comunidades negras de Bocas del Toro rastrean sus raíces a múltiples olas de migración y desplazamiento. Algunos descienden de africanos esclavizados traídos para trabajar plantaciones coloniales. Otros llegaron como trabajadores contratados de Jamaica y Barbados a principios de los 1900, reclutados por la United Fruit Company para limpiar bosques y plantar los monocultivos bananeros que definirían la economía de la región. Otros más vinieron huyendo de la violencia y buscando oportunidades desde todo el Caribe y Centroamérica.


Estas comunidades construyeron culturas vibrantes donde se mezclan tradiciones africanas con influencias caribeñas—creando formas musicales únicas, tradiciones culinarias y estructuras sociales que los sostuvieron a través de décadas de explotación. Sus idiomas—criollo inglés, español y lenguas indígenas—reflejan la historia compleja de una región donde el colonialismo corporativo se intersectó con múltiples formas de desplazamiento y resistencia.


Antes de las plantaciones bananeras, antes de los resorts turísticos, los pueblos Ngobe Buglé y otros indígenas administraron estas tierras por milenios. Hoy, las comunidades indígenas continúan habitando el interior de la provincia, manteniendo prácticas tradicionales mientras enfrentan presión constante de proyectos de ‘desarrollo’, degradación ambiental y la expansión de la agricultura de monocultivo.


La crisis actual afecta a las comunidades indígenas tanto directa como indirectamente. Muchos trabajan en la industria bananera o el sector turístico, haciéndolos vulnerables a las disrupciones económicas causadas por las protestas. Más fundamentalmente, el estado de emergencia y la suspensión de las garantías constitucionales representa un patrón familiar de violencia estatal que las comunidades indígenas han enfrentado por siglos—el despliegue de medidas excepcionales para proteger industrias extractivas a expensas de los derechos humanos.




Cuando 5,000 trabajadores bananeros se fueron a huelga en mayo, protestando reformas pensionales que reducirían beneficios duramente ganados, la respuesta de Chiquita fue rápida y brutal: despidos masivos. La empresa, que reportó $75 millones en pérdidas debido a las huelgas, caracterizó la acción de los trabajadores como "abandono injustificado del trabajo." Este lenguaje—criminalizando la organización laboral como abandono—hace eco de la misma retórica que la United Fruit Company usó hace un siglo para justificar violencia contra trabajadores en huelga a través de Centroamérica, la mentalidad colonial no los han abandonado, sigue muy presente. 


El despido de miles de trabajadores en una provincia donde el cultivo bananero proporciona la fuente primaria de empleo equivale a una guerra económica contra comunidades enteras. En Changuinola, la ciudad más grande de la provincia y principal centro bananero, las familias de repente se encontraron sin ingresos, sin atención médica, sin la seguridad básica que proporciona el empleo. La desesperación que siguió—los bloqueos de carreteras, las confrontaciones con la policía, el ataque a instalaciones de Chiquita—debe entenderse como respuestas a este acto inicial de violencia corporativa.




La declaración de emergencia del presidente Mulino revela la verdadera relación entre el estado panameño y el capital extranjero. Cuando los trabajadores se organizan, cuando las comunidades resisten, el estado suspende la constitución misma para proteger intereses corporativos. La "Operación Omega"—la operación de estilo militar desplegando más de 1,900 oficiales de policía para "retomar" la provincia—enmarca la resistencia popular como una amenaza de seguridad que requiere medidas excepcionales, y devela  lo único que sostiene al gobierno Mulino, la fuerza pública, allí radica su poder político. 


El lenguaje usado por funcionarios gubernamentales es revelador. El ministro presidencial Juan Carlos Orillac habló de "rescatar" la provincia de "grupos radicales," como si las comunidades luchando por su supervivencia económica fueran invasores extranjeros en lugar de las personas que han trabajado estas tierras por generaciones. Esta retórica de rescate e invasión invierte la realidad: son las comunidades mismas las que necesitan rescate de un sistema que trata su trabajo como desechable y su resistencia como terrorismo


Los Derechos Humanos en la Mira


La suspensión de las garantías constitucionales en Bocas del Toro viola múltiples instrumentos internacionales de derechos humanos que Panamá ha ratificado. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención de la ONU Contra la Tortura prohíben la suspensión arbitraria de derechos fundamentales, incluso durante estados de emergencia.


El corte del acceso a internet representa una forma particularmente insidiosa de violencia estatal. En la era digital, la comunicación no es solo conveniencia—es una línea de vida. Las familias separadas por operaciones policiales no pueden verificar la seguridad de los otros. Los trabajadores no pueden coordinar ayuda mutua. Más críticamente, las comunidades no pueden documentar y compartir evidencia de violencia estatal, creando un apagón informativo que permite más abusos.



La detención de 140 personas, incluyendo 11 menores, bajo poderes de emergencia que permiten arrestos sin órdenes judiciales, viola derechos básicos del debido proceso. La muerte de un manifestante—encontrado con una herida en la espalda después de que la policía desplegara gas lacrimógeno—demanda investigación independiente, no la narrativa oficial que trata su muerte como incidental a "restaurar el orden."


Lo que está pasando en Bocas del Toro no puede separarse de la alineación más amplia de Panamá con intereses imperiales estadounidenses. El gobierno de Mulino ha firmado un acuerdo de seguridad controvertido permitiendo bases militares estadounidenses en suelo panameño—el primer arreglo de este tipo desde la invasión estadounidense de 1989. Esta militarización de Panamá sirve intereses estratégicos estadounidenses mientras proporciona a la élite panameña el aparato de seguridad necesario para suprimir la resistencia  dentro del país.


La reforma pensional que provocó las protestas—Ley 462—sigue el manual neoliberal familiar de medidas de austeridad que transfieren riesgo económico del capital a los trabajadores. Aunque presentadas como necesarias para la sostenibilidad fiscal, tales reformas consistentemente benefician a instituciones financieras e inversionistas extranjeros mientras imponen dificultades a comunidades trabajadoras.


A pesar del apagón de internet, a pesar de los derechos suspendidos, a pesar de la presencia policial abrumadora, la resistencia continúa en Bocas del Toro. Esta resistencia se nutre de pozos profundos de memoria histórica—memorias de luchas previas contra la United Fruit Company, memorias de organización comunitaria que ganó victorias previas, memorias de estrategias de supervivencia desarrolladas a través de generaciones de explotación.


La participación tanto de sindicatos como de grupos indígenas en las protestas refleja la naturaleza interseccional de la lucha. Esto no es simplemente una disputa laboral, sino una lucha por el derecho de las comunidades a existir con dignidad en sus tierras ancestrales y adoptadas. Es un rechazo de la lógica colonial que trata a las personas y lugares como recursos a ser extraídos en lugar de comunidades a ser respetadas.


La Dimensión Internacional


La crisis en Bocas del Toro expone las limitaciones de los marcos internacionales de derechos humanos cuando se confrontan con la intersección del poder estatal y corporativo. Mientras los organismos internacionales pueden condenar la suspensión de las garantías constitucionales, tienen poco poder para abordar la violencia económica subyacente que creó la crisis—los despidos masivos, las condiciones laborales explotadoras,  la privación de libertad de sus líderes sindicales, la extracción de riqueza de comunidades que permanecen empobrecidas a pesar de su trabajo.


Esto resalta la necesidad de nuevos marcos que reconozcan la violencia económica como una forma de violación de derechos humanos. El derecho al trabajo, a organizarse, a vivir con dignidad en la propia comunidad—estos no pueden separarse de los derechos civiles y políticos tradicionales si los derechos humanos van a tener significado para las comunidades más vulnerables del mundo.




Mientras el estado de emergencia  esta por terminar , la gente de Bocas del Toro enfrenta un futuro incierto. La crisis inmediata puede pasar, el internet puede regresar, las garantías constitucionales pueden ser restauradas. Pero las condiciones subyacentes que crearon esta explosión—la dependencia económica de industrias explotadoras, la alineación del poder estatal con intereses corporativos, el abandono de las comunidades negras e indígenas—permanecerán.


La resolución real requiere más que levantar el estado de emergencia. Requiere reconocer que las comunidades tienen el derecho a la autodeterminación económica, que los trabajadores tienen el derecho a organizarse sin enfrentar terminación masiva, que el estado tiene obligaciones con su pueblo que superan sus obligaciones con corporaciones extranjeras.




La oscuridad que cayó sobre Bocas del Toro cuando el internet se apagó no es solo tecnológica—es la oscuridad que siempre desciende cuando el poder busca esconder su violencia del mundo. Pero como la historia nos muestra, esa oscuridad nunca es permanente. La luz de la resistencia, de la solidaridad comunitaria, de la demanda por dignidad—esa luz no puede ser extinguida por decretos de emergencia o decisiones de juntas corporativas.


La gente de Bocas del Toro no está solo luchando por beneficios pensionales o seguridad laboral. Están luchando por el derecho a existir como seres humanos completos en un sistema diseñado para tratarlos como desechables. Su lucha es nuestra lucha, su resistencia es nuestra esperanza, su demanda por justicia es una demanda que todos debemos llevar adelante.



 
 
 

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